miércoles, 6 de febrero de 2013

Camino







Era viernes por la noche, sabía que tenía que ir, pero no me terminaba de decidir. Daba vueltas, ordenada cosas que estaban en su lugar, juntaba algunas prendas que habían quedado arriba del sofá.
En un determinado momento me dije “es la hora”, en ese momento el reloj dio las 12 campanadas,  lo odiaba, por las noches ese ruido me asustaba, en ese momento me sobresaltó como nunca y recordé lo que decía mi abuela “las 12 de la noche es la hora de las brujas” sentí un escalofrío y como los pelos de mi nuca se erizaban. Pero tenía que salir. Me puse la campera, la bufanda, el gorro y me puse los guantes mientras salía al oscuro pasillo que me llevaba a la calle. 
Caminé tan rápido como pude, por momentos escuchaba pasos, pero al darme vuelta no había nadie, sólo el frío y yo. Pero ese invierno calaba hasta los huesos, me acomodé más la bufanda, subí el cierre de la campera, pero era imposible, seguía congelándome.
Al llegar a la tercera cuadra un gato negro se me cruzó en el camino, y dio un grito espeluznante, y sentí que se me paralizaba el corazón. Sus brillantes ojos se clavaron en los míos y los dos nos quedamos estáticos, mirándonos a cierta distancia, con temor, y desconfianza. Lo esquivé y seguí.
El cielo comenzó a cubrirse de nubes oscuras, y la luna alumbraba cada vez menos, las calles que me faltaban no estaban precisamente iluminadas, “era lo que me faltaba” pensé, pero ya no había vuelta atrás, debía continuar, además qué ganaba con volver mañana debería volver a hacerlo, así que era mejor ahora que ya estaba en camino.
Unas gotas comenzaron a mojarme, una fina llovizna, sentí como si el sendero se hiciera cada vez más largo, los pies me pesaran.
Escuché una risa burlona, como si una persona demente se estuviera escondiendo en alguna esquina esperándome. Crucé la calle, no había un alma por ninguna parte. ¿A quién se le ocurriría salir con una noche así, fría y lluviosa? Mis pasos se duplicaban en el eco del silencio.
Y faltaba tanto todavía, ¿cuántas calles más? Y ni se me ocurría ir por el atajo, si las calles estaban tenebrosas, cuánto más ir por ese callejón que era ya solitario en las mañanas de sol. Seguir caminando no me quedaba otra alternativa.
Pronto fueron desapareciendo las casas, quedando cada vez menos, conforme avanzaba, y el bosque comenzaba a ganar terreno, un búho se asomó en una rama, su ulular me sobresaltó aún más, en una cabaña se apagó la luz, y a lo lejos sentí el aullido de un lobo, ¿un lobo? ¿Desde cuándo había lobos por este sitio? Caminé más deprisa, otro lobo, y otro, sentía que estaban cada vez más cerca, y que había mayor cantidad de ellos. Casi corrí.
Ahora se divisaba la casa, enorme, fantasmagórica, oscura, allí en el medio de la nada, como desafiándolo todo.
Reanudé la marcha, si lo hacía rápido llegaría, pero no quería hacerlo, no sabía que era peor si estar allí afuera o llegar. Pero si me quedaba un minuto más quieta me congelaría, así que continué.
Abrí la reja, que hizo un ruido a hierro oxidado horrible, caminé por el sendero que en otros años estaba lleno de flores y colores, ahora sólo había pasto, árboles abandonados, secos, el buzón caído a un lado, y más pasto. Las ventanas casi sin vidrios, los postigos desvencijados, la puertas caídas. Y desorden por doquier. Al llegar empujé la puerta, y allí estaba como siempre, sentado en su sillón y esa horrenda mirada, era él, y no dijo nada como siempre.




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